Los caballos de un campesino huyeron. Aquella tarde, los vecinos se reunieron para compadecerse de él, puesto que había tenido tan mala suerte. Él dijo: «Puede ser». Al día siguiente los caballos regresaron, trayendo consigo seis caballos salvajes, y los vecinos lo felicitaron por su buena suerte. Él dijo: «Puede ser». Entonces, al día siguiente, su hijo intentó ensillar y montar uno de los caballos salvajes, fue derribado, se cayó y se fracturó un brazo. Nuevamente, los vecinos fueron a expresar su compasión por la desgracia. Él dijo: «Puede ser». Un día mas tarde, los oficiales del ejército vinieron para reclutar y llevarse a los hombres jóvenes, pero como tenía un brazo roto, el hijo del campesino fue excluido. Cuando los vecinos le expresaron cuán afortunado había sido, él dijo: «Puede ser». Relato taoista
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Todo comenzó, o acabó, en los años sesenta, mayo de 1968, incluso antes. Era el canto del cisne de la modernidad. Aquella modernidad inefable con su arte de vanguardia, su marxismo y su psicoanálisis; aquella modernidad provinciana, patética y redentorista, la de la subversión permanente, de cuando había que estar siempre rompiendo códigos y asuntos por el estilo. Yo viví un poco el apogeo/estertor de aquella modernidad en California. Primero fueron los coléricos Allen Ginsberg y Jack Kerouac, pero también el dulce Ferlinghetti y el loco Gary Snyder. Venían de Whitman, amaban a Charlie Parker, citaban a Blake: «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». Predicaban el desbloqueo de la percepción. Guerra a las posturas squares, a la respetabilidad puritana de la clase media, pero también a la beatería escatológica de la izquierda tradicional. Finalmente, los beat abocaron en los hip, los cuales se dispersaron en comunas. Los hip se dieron a conocer en San Francisco y uno los veía merodear, allá por 1966, en Haight Street esquina Ashbury Street, y por un tiempo aquello fue el disloque: turn on, tune in, drop out. Consignas del enfebrecido Timothy Leary. Free Speech Movement. Zen approach. Joan Baez: We shall overcome. Bob Dylan: cuántos caminos tiene que recorrer un hombre antes de que se le pueda llamar hombre. Revolución cultural que, paradójicamente, hundía sus raíces en la tremenda inocencia ideológica de los norteamericanos. Para un espectador que venía de Europa aquello era lo más sorprendente: el candor sociopolítico, la falta de cinismo, la espontánea puesta en práctica de las propias convicciones. Poca teoría política bajo los movimientos contestatarios. Algunos citaban a Marcuse, pocos le habían leído. Se rechazaba globalmente, por instinto, la ideología tecnocrática, o socialista del progreso y se exigía el paraíso ya. Paradise now. De ahí a la droga, claro está, sólo había un paso. La droga era entonces el LSD. También las anfetaminas (speed) y la marihuana. La droga la tomabas, a veces, sin enterarte, porque te invitaban a cenar y la metían de matute entre los alimentos, y así, inesperadamente, viajabas. Pero la droga acabó siendo irrelevante, y el propio Aldous Huxley, antes de morir, desaconsejaba enérgicamente su uso. Allí lo que importaba era la complejidad de un movimiento, aparentemente candoroso, que remitía a la tradición subterránea, que recogía mil genealogías dispersas, que configuraba una matriz híbrida, que hacía referencia a una cultura sin pecado original. Era el mensaje más genuino del inimitable Alan Watts: el taoísmo subterráneo de Occidente. (Que en el fondo entroncaba con la propia tradición de la democracia norteamericana, con el espíritu de los padres fundadores, con la desconfianza instintiva hacia el Estado). Por fin se decía en voz alta que existen mil alienaciones aparte la económica. Se ponía en solfa la ideología del progreso puro y duro, la falacia del tiempo y de la historia. Se descubría, se redescubría, que la naturaleza es más inteligente que el hombre. Y ya digo que nadie explicaba esto mejor que el finísimo Alan Watts. Elocuente, paradójico, atrayente, seductor, menudo de estatura, delgado de cuerpo, alargado de cabeza, barba de chivo, ojos vivísimos, aire de predicador callejero, el gurú tramposo, the epicure who drank much, comenzaba por no tomarse en serio a sí mismo. Decía: «cuando uno se pone demasiado serio, sea a propósito del sexo, sea a propósito de la religión, comienzan los crímenes». Watts, más que nadie, incorporó el Zen y el taoísmo dentro de la propia tradición occidental. «El misterio de la vida no es un problema por resolver, sino una realidad que experimentar». Watts predicaba/practicaba el principio taoísta de que no hay nada más inhumano que las relaciones humanas basadas en la moral, o sea, en la abstracción. Watts había penetrado en lo más profundo de la paradoja del taoísmo/budismo, que es la paradoja de la condición humana, la trampa ambivalente del lenguaje, el bucle extraño de la autoconciencia. Era la voz del taoísmo (también del budismo zen): el brinco a la inocencia, la ecológica superación de las fronteras y las dualidades. Pero ya se sabe que en Occidente apenas hay tradición taoísta. Una vez escribí un artículo en esta misma tribuna (El anarquismo como taoísmo), donde explicaba que únicamente un cierto pathos libertario tiene que ver con la recuperación de la inocencia taoísta. El refinamiento coactivo, abstracto, de las sociedades con Estado, con capitalismo, con división de trabajo, con sistema monetario, donde la realidad acaba siendo sustituida por símbolos y modelos, eso exige que haya un dinamismo contrario, algo que nos permita recuperar, o al menos atisbar, la no-dualidad de lo real en sí mismo. Sólo muy recientemente, y a menudo con caricaturas burdas, reaparece en Occidente una actitud sin sentido del pecado. Donde las personas no piden disculpas por ser como son. Donde la introspección no conduce, como en San Pablo, en San Agustín, en Lutero o en Kierkegaard, a la vergüenza de uno mismo. Pero la matriz judeocristiana es persistente. Aquí, en Occidente, todavía lo más frecuente es pensar que la moralidad sólo puede asentarse en la culpa. Quiero decir que, casi por definición, Occidente es culpa. Fisura. Autodesprecio antropológico como contrapartida de la sumisión. Escritores aparentemente rebeldes como Kafka, Faulkner, Joyce, Becket, Sartre, nos recuerdan constantemente que el mundo es hostil y el hombre es pecador. Sean o no judíos, todos siguen la tradición bíblica, la cultura del pecado, o sea, de la sumisión. El psicoanálisis cómo pesquisa de culpas enterradas en el inconsciente no pretende alcanzar la inocencia sino un mero encaje entre culpa, mente y ego. De modo que, en Occidente, intentar ser taoísta es complicado. Faltan cómplices y sobran simplificadores. ¿Quién puede ser inocente después de Auschwitz? Recuerdo una comida en Ampurias, frente al Mediterráneo sabio, con Javier Solana, Inmaculada de Habsburgo, Xavier Rubert de Ventós y otros amigos. Solana era ya ministro español de Cultura. Así que le dije a Solana: «puesto que nadie sabe para qué sirve un Ministerio de Cultura, ¿por qué no se dedica una parte del presupuesto para diseñar un espacio cultural sin sentimiento de culpa?». Y he aquí que saltó inmediatamente Xavier Rubert de Ventós: «pero si en la vida sólo hay sentimiento de culpa y cuatro cosas más». Era la voz de Occidente. Occidente judío, cristiano, existencial, patético, conflictuado, dualista, emprendedor: huimos de la culpa haciendo historia. Nuestro arrepentimiento es esa fuga hacia adelante que llamamos progreso. Pilares de la vieja sociedad industrial, renuncia a las pulsiones instintivas, Sigmund Freud y los grandes a priori de nuestra cultura, con o sin ministerio de la ídem. Y ésa es la dificultad de ser taoísta, que es la dificultad de ser inocente, que es la dificultad de desaprender todo lo que hemos aprendido, que es la dificultad de liberarse de las trampas del lenguaje ordinario. Todo ello de manera crítica y no ingenua. En el bienentendido que la espontaneidad humana se alcanza cuando los verbos se hacen intransitivos, cuando, superadas las defensas del ego, uno deja que las cosas se organicen por sí mismas, suprimida la frontera entre lo natural y lo artificial, donde la inocencia también es picardía; la ciencia, arte, y todo forma parte de un proceso múltiple, disperso, creador e imprevisible, presidido por el paradigma de la autoorganización. Salvador Pániker
Publicado en El País, 23 de Septiembre de 1987 ¿Qué puede significar el anarquismo hoy? Comencemos dando un rodeo. Sostenía Alan Wats que es una verdadera catástrofe cultural el hecho de que en Occidente no exista una tradición taoísta frente a la tradición digamos confusionista que es siempre la tradición oficial. Y oficializada. Al privilegiar de manera exclusiva el orden social establecido se provocan las inevitables actitudes irracionalistas tan características de la historia occidental. Dicho de otro modo: al no haber una tradición de descodificación de la conciencia, el código se hace intolerable, y lo que es más grave, nace un fuerte sentimiento de disconformidad con lo real. Con el origen. Un ejemplo de lo que quiero decir nos lo proporciona una mala asimilación del glorioso legado de la ciencia. Cuando no hay una tradición taoísta, o si lo prefieren mística, la ciencia sólo aboca a una visión frustrante y cuasi irreal. El convencionalismo, la teoría lingüística de que las verdades lógicas son verdaderas por convención, no encuentra su contrapartida real. Bertrand Russell hizo una célebre declaración: «La matemática es la disciplina en la que nunca sabemos de qué estamos hablando ni si lo que estamos diciendo es verdad». La frase es extrapolable. Se comprende, pues, la tentación totalitaria, el mito que censura todas las incertidumbres. Hay una protesta latente contra un simbolismo que termina diluyendo la realidad y se busca la salvación en un simbolismo absoluto: lo teológico, lo totalitario. Pues bien; el anarquismo puede ser considerado como un movimiento que cobra sentido en este contexto. El anarquismo ha venido a suplir al taoísmo. El refinamiento coactivo, abstracto, de las sociedades con Estado, con capitalismo, con división de trabajo, con sistema monetario, nos aleja del intercambio concreto, real, entre hombres, personas y cosas. Cuando el anarquismo tiende a la supresión de la moneda (ese símbolo abstracto que precedió incluso a la aparición de los primeros alfabetos sofisticados y ya no ideográficos) tiende al origen. La oculta intuición del anarquismo es ésta: la sofisticación simbólica, la división del trabajo, la edificación del Estado,el centralismo, sólo tienen sentido si -al ser superados- nos devuelven críticamente a un origen donde vuelva a reinar la diversidad, la estructura no jerárquica, la espontaneidad no programada, no simbolizable, y todo ello sin pagar los costes que los pueblos salvajes pagaron por ello. Dicho de otro modo: el anarquismo sólo tiene sentido en la medida en que se inscriba en una filosofía de la ambivalencia. Orden artificial y orden natural Del mismo modo que no existe (ni probablemente cabe) una teoría económica del anarquismo, tampoco puede haber un sistema anarquista. Cabe, eso sí, una aspiración a recuperar los valores de una sociedad agraria, pero sin ingenuidad. A mi juicio, la ingenuidad del anarquismo histórico procede del planteamiento, ya expresado por Bakunin, de que detrás de un orden artificial perverso existe un orden natural bueno. O dicho con la célebre terminología de Tonnies: consiste en distinguir todavía entre Gesellschaft y Gemeinschaft. Pero ¿por qué la comuna o los llamados grupos espontáneos iban a ser entidades más naturales que la empresa organizada? El mal no está en la empresa ni en la organización, sino en la forma no ambivalente de la empresa y de la organización. El mal está en imponer el orden sin dejar ningún margen para su correspondiente desorden. La solución está en que la complejidad nos aproxime al origen, en que lo simbólico sirva para desprenderse de lo simbólico: la escalera de Wittgenstein. Lo que diferencia a la democracia del totalitarismo es una mayor sofisticación simbólica que hace posible una paradójica mayor interrelación real entre los hombres. Nadie discute que el Estado moderno -que todavía hoy es el Estado hegeliano- coacciona a los individuos. Lo que ocurre es que hay que entender el Estado no como un estado, sino como un proceso. El Estado democrático es aquél que permite que se denuncie la coacción de todo Estado. A partir de aquí, el Estado democrático puede ir aproximándose a la libertad por la vía de la sofisticación retroprogresiva. Y sólo en el límite, lo que hoy entendemos por Estado podrá ir, efectivamente, «al museo de antigüedades», como quería Engels. Porque el caso es que no cabe el retorno a un realismo ingenuo. He aquí por qué los propios anarquistas deberían ser hoy conscientes de que ya no es posible la vuelta a un estado de inmediatez prenacional con la natura. En primer lugar, porque no existe la natura. El anarquismo habrá de presentarse, en el futuro, más como el polo de una ambivalencia que como un ideario a realizar: precisamente como la indispensable dimensión desordenada de la realidad social. El anarquismo ha de entenderse como el taoísmo de Occidente, la descodificación de la conciencia. El anarquismo nos recuerda que la última función de lo simbólico es liberarnos de lo simbólico: devolvemos a la realidad que fluye. El anarquismo es enemigo de la abstracción. También lo era Lao-Tsé, de quien son estas palabras: «Suprimid la sagacidad, descartad la pericia, y el pueblo se beneficiará cien veces; suprimid el humanitarismo, descartad la justicia, y el pueblo recobrará el amor a sus semejantes». El anarquismo es, pues, una contrapartida de lo teórico, una dimensión de la política, una fuente de descodificación, un antídoto contra la rígida conciencia socializada, una rebelión contra los símbolos interpuestos. También lo dijo Lao-Tsé: «La verdadera virtud no es consciente de sí misma». Traslademos la frase: el verdadero anarquismo no es ningún sistema, sino más bien una indispensable dimensión no programada de cualquier sistema estable. Un síntoma de buena salud. Salvador Pániker
Publicado en El País, 10 de Julio de 1982 |
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