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El anarquismo como taoísmo

6/7/2015

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¿Qué puede significar el anarquismo hoy? Comencemos dando un rodeo. Sostenía Alan Wats que es una verdadera catástrofe cultural el hecho de que en Occidente no exista una tradición taoísta frente a la tradición digamos confusionista que es siempre la tradición oficial. Y oficializada. Al privilegiar de manera exclusiva el orden social establecido se provocan las inevitables actitudes irracionalistas tan características de la historia occidental. Dicho de otro modo: al no haber una tradición de descodificación de la conciencia, el código se hace intolerable, y lo que es más grave, nace un fuerte sentimiento de disconformidad con lo real. Con el origen. Un ejemplo de lo que quiero decir nos lo proporciona una mala asimilación del glorioso legado de la ciencia. Cuando no hay una tradición taoísta, o si lo prefieren mística, la ciencia sólo aboca a una visión frustrante y cuasi irreal. El convencionalismo, la teoría lingüística de que las verdades lógicas son verdaderas por convención, no encuentra su contrapartida real. Bertrand Russell hizo una célebre declaración: «La matemática es la disciplina en la que nunca sabemos de qué estamos hablando ni si lo que estamos diciendo es verdad». La frase es extrapolable. Se comprende, pues, la tentación totalitaria, el mito que censura todas las incertidumbres. Hay una protesta latente contra un simbolismo que termina diluyendo la realidad y se busca la salvación en un simbolismo absoluto: lo teológico, lo totalitario.

Pues bien; el anarquismo puede ser considerado como un movimiento que cobra sentido en este contexto. El anarquismo ha venido a suplir al taoísmo. El refinamiento coactivo, abstracto, de las sociedades con Estado, con capitalismo, con división de trabajo, con sistema monetario, nos aleja del intercambio concreto, real, entre hombres, personas y cosas. Cuando el anarquismo tiende a la supresión de la moneda (ese símbolo abstracto que precedió incluso a la aparición de los primeros alfabetos sofisticados y ya no ideográficos) tiende al origen. La oculta intuición del anarquismo es ésta: la sofisticación simbólica, la división del trabajo, la edificación del Estado,el centralismo, sólo tienen sentido si -al ser superados- nos devuelven críticamente a un origen donde vuelva a reinar la diversidad, la estructura no jerárquica, la espontaneidad no programada, no simbolizable, y todo ello sin pagar los costes que los pueblos salvajes pagaron por ello. Dicho de otro modo: el anarquismo sólo tiene sentido en la medida en que se inscriba en una filosofía de la ambivalencia.

Orden artificial y orden natural

Del mismo modo que no existe (ni probablemente cabe) una teoría económica del anarquismo, tampoco puede haber un sistema anarquista. Cabe, eso sí, una aspiración a recuperar los valores de una sociedad agraria, pero sin ingenuidad. A mi juicio, la ingenuidad del anarquismo histórico procede del planteamiento, ya expresado por Bakunin, de que detrás de un orden artificial perverso existe un orden natural bueno. O dicho con la célebre terminología de Tonnies: consiste en distinguir todavía entre Gesellschaft y Gemeinschaft. Pero ¿por qué la comuna o los llamados grupos espontáneos iban a ser entidades más naturales que la empresa organizada? El mal no está en la empresa ni en la organización, sino en la forma no ambivalente de la empresa y de la organización. El mal está en imponer el orden sin dejar ningún margen para su correspondiente desorden. La solución está en que la complejidad nos aproxime al origen, en que lo simbólico sirva para desprenderse de lo simbólico: la escalera de Wittgenstein. Lo que diferencia a la democracia del totalitarismo es una mayor sofisticación simbólica que hace posible una paradójica mayor interrelación real entre los hombres. Nadie discute que el Estado moderno -que todavía hoy es el Estado hegeliano- coacciona a los individuos. Lo que ocurre es que hay que entender el Estado no como un estado, sino como un proceso. El Estado democrático es aquél que permite que se denuncie la coacción de todo Estado. A partir de aquí, el Estado democrático puede ir aproximándose a la libertad por la vía de la sofisticación retroprogresiva. Y sólo en el límite, lo que hoy entendemos por Estado podrá ir, efectivamente, «al museo de antigüedades», como quería Engels.

Porque el caso es que no cabe el retorno a un realismo ingenuo. He aquí por qué los propios anarquistas deberían ser hoy conscientes de que ya no es posible la vuelta a un estado de inmediatez prenacional con la natura. En primer lugar, porque no existe la natura. El anarquismo habrá de presentarse, en el futuro, más como el polo de una ambivalencia que como un ideario a realizar: precisamente como la indispensable dimensión desordenada de la realidad social. El anarquismo ha de entenderse como el taoísmo de Occidente, la descodificación de la conciencia. El anarquismo nos recuerda que la última función de lo simbólico es liberarnos de lo simbólico: devolvemos a la realidad que fluye.

El anarquismo es enemigo de la abstracción. También lo era Lao-Tsé, de quien son estas palabras: «Suprimid la sagacidad, descartad la pericia, y el pueblo se beneficiará cien veces; suprimid el humanitarismo, descartad la justicia, y el pueblo recobrará el amor a sus semejantes». El anarquismo es, pues, una contrapartida de lo teórico, una dimensión de la política, una fuente de descodificación, un antídoto contra la rígida conciencia socializada, una rebelión contra los símbolos interpuestos. También lo dijo Lao-Tsé: «La verdadera virtud no es consciente de sí misma». Traslademos la frase: el verdadero anarquismo no es ningún sistema, sino más bien una indispensable dimensión no programada de cualquier sistema estable. Un síntoma de buena salud.
Salvador Pániker 
Publicado en El País, 10 de Julio de 1982
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